Cinco, seis, siete y… TRAUMA
- Fabiola Ramirez

- 7 oct
- 2 Min. de lectura
He estado en clase de baile desde que tengo tres años: tap, jazz y, obvio, ballet. He tenido pausas, años completos sin bailar, mas siempre regreso. Es una identidad que no se niega, un imán que me trae de vuelta a la barra, la música y al espejo. Nunca fui la mejor bailarina, aunque tampoco era mala. Lo que más me encantaba eran los festivales: la convivencia en camerinos, los ensayos que parecían no terminar nunca y, sin embargo, me dejaron amistades y recuerdos inolvidables. El nervio del escenario siempre era adrenalina, pero de alguna forma lo controlaba y acababa disfrutando las luces y los aplausos del público.

Esos días de escenario ya quedaron atrás. Sigo con mis clases dos veces por semana. Me pongo en mi esquina preferida del salón, casi tan invisible que ni el maestro me ve. Bailo sin pretensiones y, si me equivoco (que es casi siempre), repito y ya. Todo cambió desde hace siete meses. Ese simple gusto se convirtió en un sentimiento extraño. Dejé de ir a mis clases y, por semanas y semanas, estuve posponiendo mi regreso a la academia sin saber por qué.
Hoy entendí qué me detenía.
Raquel, mi hermana. Ella amaba bailar, tenía los solos y los diplomas. Era un gozo verla: con apenas doce años llenaba el escenario de una manera que nadie podía ignorar. Elegante, sencilla, con una presencia magnética. Eso me duele. Me enoja que ella no pudo seguir bailando, mientras yo sí. Mi cabeza sabe que no hay lógica en ese enojo, pero los sentimientos a veces nos traicionan. Qué lata es eso de sentir.
Aun con esa mezcla de culpa y nostalgia, me hice la promesa: en octubre regreso a clases, pues la vida sigue y yo debo retomar mis actividades. Y fui.

Entré con miedo al salón, insegura, como si presentara un examen sin estudiar: a ver si puedes. Me fui a mi esquinita y me puse mis zapatillas. Poco a poco me fui soltando; estaba tiesa, sin eje, pero dentro de lo normal. Dicen que el cuerpo tiene memoria, así que dejé fluir. Todo iba bien hasta que llegó la coreografía. Al caer de un sissone, sentí en mi rodilla un dolor punzante, como nunca antes. Ese día, justo el día en que vencía mi resistencia, me rompí un menisco.
Meses mentalizándome para dar ese pequeño paso… y mi cuerpo decidió que no era momento.
Ahí entendí algo más: la recuperación de una pérdida no es solo mental, también es física. No se puede volver a la vida de antes sin calentar, sin estirar, sin reconocer que lo perdido también dejó huellas en el cuerpo.
Así que ahora estoy en reposo, con rodillera, hielo y árnica. Y aprendiendo a soltar el control. No basta con decir “ya estoy bien”, hay que realmente estarlo. Sanar no es apurarse, es rascar hasta el miedo más absurdo y el sentimiento más escondido, para que la recuperación cuente de verdad.
En fin… aquí estoy. Sanando, por ahora en pausa, pero sabiendo que, cuando mi cuerpo lo indique, volveré a escuchar: Cinco, seis, siete y…
R… te marco al rato porque ya llegué
Fabiola




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